Alejandro y su acordeón
En mi oficina tenemos desde hace un par de meses un hombre mayor que hace labores de limpieza. Vacía papeleras, pasa el plumero por las mesas, pone el lavavajillas con las tazas del café… se llama Alejandro. Es el padre de Julia, una chica ucraniana que tuvimos hace un año, ambos son las dos personas más amables y dulces que hemos tenido por aquí haciendo ese trabajo.
Hace un rato me crucé con él mientras iba a desconectar unos minutos a la sombra de un pitillo. «¿Fumas?» me preguntó, y asentí, luego me contó que él daba clases en un conservatorio, que de sus cien alumnos, 90 eran mujeres y 10 hombres, y que de ellos no fumaba ninguno, mientras que la mayoría de ellas sí que fumaban. «¿De que dabas clases?» le pregunté, y me dijo un nombre que no recuerdo (y no voy a buscar en Google), refiriéndose a ese acordeón que tiene botones.
Recordé aquella frase de «y el ingeniero polaco que vino huyendo del frío, ya es mayordomo el tío del saco«, por la cantidad de gente preparada y especialista que hace lo que puede para ganarse la vida. Y en casos como el de este señor polaco, Alejandro, le ponen una dedicación a cada cosa que hacen fuera de lo común. Él es, además, de esas personas que transmiten nada más verlos una energía cálida, humanidad condensada, nobleza en frasco enorme, algo que me recordó al pasado Domingo y una comida sensacional que pude compartir con una pareja que también genera esa sensación de sentirte tan bien rodeado.
Y pensando en un acordeón, vino a mi mente el acorde inicial de esa maravillosa canción con la que el maestro comenzó su concierto en Santiago, uno de los mejores momentos de mi vida… sin duda.
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